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La civilización y raza mexicana: Influencia del positivismo y el evolucionismo en el indigenismo-mestizaje de México a finales del siglo XIX

En las últimas décadas del siglo XIX en México, concretamente después del triunfo de los liberales en 1867, las élites del país tenían entre sus objetivos hacer de México una nación políticamente unificada y que lograra con ello estabilidad en los ámbitos político, social, económico y cultural. Para conseguir dichos propósitos era necesario establecer una explicación histórica del “mexicano”, definirlo en términos de raza[1] y saber cuál era el origen y desarrollo de su civilización. Estos dos conceptos, raza y civilización, tenían una fuerte connotación en la época, sobre todo por la influencia de la doctrina filosófica conocida como positivismo y el evolucionismo, una teoría antropológica que había surgido en esas décadas en Europa.

La sociedad mexicana de entonces estaba fuertemente dividida, una de las formas para distinguir a los individuos era por su origen étnico, entonces denominado como raza. La división genérica era entre “indios” y “blancos”, un reflejo fuerte de la conquista en el siglo XVI y el periodo colonial de tres siglos, procesos que habían cimentado esta diferencia. Esta situación era perjudicial para el proyecto político, pues entonces para hablar de una nación era fundamental la homogeneidad entre los individuos de este cuerpo político. En este sentido, los poderes de gobierno y el sector intelectual trataron de conciliar estos dos grupos, tanto en términos discursivos sobre la historia de la nación, como en la condición social, económica y cultural de “los mexicanos”; esta construcción es lo que llamamos indigenismo-mestizaje[2]. En adelante presentaremos una aproximación a lo que fue este proceso en términos ideológicos y de práctica social, partiendo sobre la influencia del positivismo y el evolucionismo en los conceptos de raza y civilización.

El positivismo tiene su origen en el siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX, la doctrina fue básicamente elaborada por Saint Simón y Augusto Comte, cuya premisa principal se erige en los conceptos de “progreso”, “razón” y “modernidad”; éstos se encuentran interrelacionados para ofrecer una explicación del desarrollo histórico de la sociedad y cómo ésta se debe de constituir en el presente. La base de su interpretación se tutela en el método científico moderno y como tal las sociedades son producto de un desarrollo evolutivo lineal determinado por “estadios” de la mente, que constituyen las “etapas” del desarrollo histórico de la sociedad determinadas por sus ideas y conocimientos. A decir de Comte, son tres las etapas o estadios históricos: el teológico, el metafísico y el positivo, donde los fenómenos sociales están sujetos a cambio a través de las leyes naturales y la razón[3]; situaciones que consideran son de carácter universal.

Por su parte, el evolucionismo se favoreció del esquema del positivismo para entender el desarrollo de las sociedades en etapas. Sin embargo, sus principales diferencias radican en su cercanía con los planteamientos biológicos y la analogía de las sociedades con los organismos, su interpretación se basa fundamentalmente en las condiciones materiales y sociales. Se reconoce a tres impulsores principales del evolucionismo que son: Herbert Spencer, Lewis H. Morgan y Edward Burnet Tylor; sus planteamientos en general proponen pensar las sociedades como un organismo biológico, para entenderlo se centran en el sistema de sus instituciones, la división y especialización de éstas otorga un grado más avanzado de evolución cultural, quiere decir en otras palabras que dicha sociedad es más apta y ha tenido diversos progresos, al igual que los organismos[4]. También replantearon el progreso de las sociedades humanas bajo las diferentes etapas o estadios, lo cuales eran observables a partir del desarrollo tecnológico y material. En su generalidad el evolucionismo define como los estadios de la humanidad tres grandes periodos: “salvajismo”, “barbarie” y “civilización”, definidos por cuestiones políticas, sociales, económicas e incluso religiosas.

Representación de los “estadios” o “etapas” del desarrollo humano o progreso.

Gracias a estas posturas se otorgó una base intelectual para que las potencias europeas catalogaran a las sociedades en dos tipos: las “atrasadas”, “salvajes”, “primitivas” o “simples” y las “modernas” o “civilizadas”. Simbólicamente, esta clasificación cedió a las naciones europeas un poder en términos ideológicos –etnocentristas– por el cual concebían su dominio mundial a razón de superioridad en el progreso social.

En conjunto las ideas positivistas y evolucionistas lograron posicionarse dentro de los círculos intelectuales del mundo, pronto sus concepciones condicionaron las diferentes prácticas de los sectores políticos y sociales, el ambiente cultural y por supuesto las disciplinas sociales, como la práctica histórica. En este caso, sus postulados nutrieron los discursos nacionalistas tanto en Europa como en América, cimentando la creencia de que las naciones y los individuos que la conforman existen desde la antigüedad y han ido progresando o evolucionando hacia la civilización.

La visión es poco flexible en términos de movimiento histórico, pues el proceso descrito se piensa como un modelo lineal y ascendente, situación complicada en la construcción del discurso histórico de México, simplemente por la falta de unidad étnica entre los individuos de la nación. Precisamente se consideraba necesario convencer a la sociedad sobre la existencia histórica de la “raza mexicana”, fusión armoniosa de “indios” y “blancos”; en esta problemática es donde tiene cabida la función del indigenismo y el mestizaje. En palabras brutales, la lógica era integrar a los indígenas a la nación al convertirlos en “raza mexicana”, es decir, mestizos.

El uso del término raza se había generalizado como parte del vocabulario de la época en consecuencia de la influencia evolucionista. En México, con referencia a los indígenas el concepto raza se aunó a más términos como: raza bronceada, raza indígena, terrígena, naturales, familias, grupos o pueblos indígenas, sus combinaciones, entre otros. [5]

Luis Villoro, en su clásico trabajo Los grandes momentos del indigenismo en México, postula que la obra Manuel Orozco y Berra, importante historiador de esa época, responde al contexto nacional sobre la idea de reconocer al indio y su cultura como:

Cosa entre las cosas, sólo puede tener ahora un valor: el de la utilidad. El  ser mineralizado  del indio se alineará junto a otros enseres, su superficie sólida y rugosa prestará firme asidero a la mano que lo prenda. Lo indígena se ha convertido, por su muerte, en manejable instrumento.[6]

A grandes rasgos, es así como los intelectuales de la época y el sector político veían a los indígenas. Este pensamiento indigenista fue construido por otros importantes estudiosos como Fernando Ramírez, Joaquín García Icazbalceta, Francisco Pimentel, Alfredo Chavero, Justo Sierra, Guillermo Prieto, entre otros, quienes buscaban definir las características del mexicano como mestizo, un ser con mejores “virtudes” en términos de raza, con aptitudes para el desarrollo y progreso. En consecuencia, esta sociedad mestiza haría de México una nación moderna y civilizada.

Para conseguir el fin anterior fue fundamental la explicación positivista y evolucionista de la sociedad, es decir, la concepción de civilización y las razas, fundada en el paradigma eurocentrista, dichos planteamientos pueden observarse en el siguiente fragmento del texto Elementos de historia general de Justo Sierra, que dice:

Toda nación civilizada ha empezado por ser salvaje; entre el australiano y el prócer inglés, la distancia es inmensa; pues esa distancia, convertida en siglos, es la que ha recorrido el germano salvaje para convertirse en el inglés actual. Decir cómo ha sucedido esto, cómo los pueblos, desapareciendo unos y sobreviviendo otros, han pasado del estado salvaje al que tienen hoy, es lo que se llama historia.[7]

De manera general, era así como consideraba el gobierno mexicano a los grupos indígenas, sectores hostiles o rebeldes, agentes en contra del progreso de la nación, de tal forma que gran parte de la sociedad veía a los indígenas como: “salvajes que se negaban a aceptar el camino de la civilización y del progreso […] amenazas a la paz y a la integridad de la nación y como un mal ejemplo para los indios pacíficos que habían aceptado el dominio del gobierno”.[8]

La pasividad e imposibilidad para el progreso que caracteriza a los indígenas ―según ese análisis― es la patente ideológica para apuntalar el mestizaje. Es decir, la imposición del mestizaje es un objetivo a finalizar en el futuro hacia el progreso, bajo el argumento de que la nación mexicana mestiza podrá trazar un camino hacia la modernidad y el desarrollo de la civilización, explicación basada en los postulados culturales europeos.

Ciertamente, hoy en día las políticas indigenistas y el pensamiento sobre el mestizaje han cambiando. Sin embargo, hay que preguntarnos hasta qué punto las nociones de raza y civilización al estilo del positivismo y evolucionismo etnocentrista siguen permeando nuestra vida social. Un ejemplo reciente se encuentra en algunos de los últimos datos entregados por el INEGI sobre los aspectos económicos, culturales y sociales que están determinados por el color de piel de los mexicanos actuales[9]. De manera crítica consideramos necesario revisar estas nociones que tenemos de nosotros mismos, nuestra historia y cultura, en ese sentido parece pertinente atender a una de las tesis centrales de Marc Bloch, uno de los historiadores más importantes del siglo pasado: “La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente”. [11]

Referencias

[1] Las razas humanas no existen como una realidad biológica, “raza” se trata más de un concepto de usos ideológicos dentro de los aspectos sociales, políticos y culturales. Como referencias a lo anterior: “México sin mestizaje: una reinterpretación de nuestra historia” por Federico Navarrete, que puede escucharse en podcasts en http://www.historicas.unam.mx/eventos/podcasts2016/podcasts2016.html Y de manera menos académica, pero didáctica: “Las Razas Humanas ¿de veras existen? – CuriosaMente 59” en: https://www.youtube.com/watch?v=TITKgT3iOOY

[2] La historia del indigenismo y el mestizaje en México es sin duda un proceso de larga duración. Para hablar de éste podríamos remontarnos hasta el mismo siglo XVI, cuando sucedió el contacto entre la cultura occidental española y las mesoamericanas, hasta llegar a analizar las políticas y críticas contemporáneas y actuales a dichos conceptos.

[3] Héctor Díaz-Polanco, El nacimiento de la antropología. Positivismo y evolucionismo, México, Orfila, 2016, pp. 47-50.

[4] Paul Bohannan y Mark Glazer, Antropología Lecturas, 2ª ed., España, McGraw-Hill Latinoamérica, 1997, p. 5.

[5] Eva Sanz Jara, Los indios de la nación. Los indígenas en los escritos de intelectuales y políticos del México independiente, Madrid, Frankfurt, México, Iberoamericana-Vervuert-Bonilla Artigas-Universidad de Alcalá, 2011, pp. 23-25.

[6] Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México, México, 2ª Ed., CIESAS, 1987, p. 171.

[7] Justo Sierra, “Elementos de historia general” en Obras completas. Ensayos y textos elementales de historia, nota preliminar de Agustín Yáñez, Vol. IX, México, UNAM, 1997, p. 200. Asimismo, otra de las obras más representativas de este autor tiene por título: México: su evolución social.

[8] Federico Navarrete, Las relaciones interétnicas en México, México, UNAM, 2004, pp. 95-96.

[9]Aquí unos links con la noticia y una reseña crítica : http://www.animalpolitico.com/2017/06/piel-clara-estudios-trabajo-inegi/  *** http://www.eluniversal.com.mx/articulo/nacion/sociedad/2017/06/16/presenta-inegi-estudio-que-considera-color-de-piel-y *** http://www.eluniversal.com.mx/entrada-de-opinion/columna/hector-de-mauleon/nacion/2017/06/20/el-inegi-y-la-vil-canalla

[10] Marc Bloch, “La historia, los hombres y el tiempo” en Introducción a la historia, México, FCE, 4ª ed., 2000, p. 47.

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