Faltan escasos minutos para el medio día y cientos de ombligos han caminado por cuerpos de andantes sin detenerse a mirar siquiera al interior del local. Con ese comportamiento estándar se pensaría que los libros son nocivos; que si se lee se tendrá tendencia a subir de peso, como si al leer se nos atrofiara el riñón o se desgastaran los huesos causando osteoporosis lectorium. Absurdo.
―¿Qué hay Lázaro?
―¡Raquel! ―en esos momentos la angustia-frustración de un rostro (contradictoriamente) inexpresivo se volvió dicha―. Eres mala, ¿por qué no has venido?
―Tuve exámenes difíciles. He pasado más de una semana estudiando muy duro.
―Me alegro por ti, sé que te irá muy bien. Siéntate y dime: ¿ya pensaste a que facultad entrar?
―Sí, Estudios Latinoamericanos.
La chica de expresión infantil, mirada que envolvía atmósferas depresivas, cuerpo de psicodélicas formas ―como el de tu sueño―, manos alegres y lingüísticas; era la compañía perfecta para un cigarro, una anécdota, un trago (no de mucha calidad, pero con bastante esencia), un poema y una esperanza.
El arma está cargada con pétalos de margarita. Será el azar quien decida el sentimiento a detonar. Mi silueta quimérica se empaña constante bajo el apreso de mi sudor, empuño el impaciente revólver representando al personaje satírico que a cada uno corresponde en esta obra mordaz. Imponente, cruel y violento escupe su diálogo dando por terminado el tercer acto. Cae el telón de luz azul, los espectadores se retiran, excepto Huitzillin, que permanece en espera de la siguiente función.
Cuarenta minutos de plática, seis cigarros, Bolívar y Martí, una manzana dividida equitativamente, un farsante que entra a preguntar por algo que creía saber, pero ignoraba que no lo conocía como tanto lo había dudado sin antes poder pensarlo sartamente, un segundo trago ―y el último―, un calendario del año pasado.
―¿Porqué está tachado el 9 de Octubre?
―Fue… ―un segundo de duda, un beso al cigarro― fue el día en que conocí el mar.
Húmeda arena, húmeda mi raíz, húmeda tu piel de sollozo marino. Mar profundo, mar inmenso, mar abierto a mi cuerpo de escamas. Sol mi lengua ardiente, luna tu boca inquieta, amarar de cuerpos esculpidos en coral. Azul de mar, gris de tus ojos, perla de tu vientre matizado de mí.
Irene sumergió al mar, misión de sirena. Tu misión es otra, aquí. 1 p.m. Cerrar la bodega y acudir a tu cita en la editorial, tienes la esperanza de que te den el “sí”. La dirección en la tarjeta te muda al entorno viejo de la Ciudad de México. El tiempo corre puntual, tú también. Esperas casi una hora en la recepción y por fin te hacen pasar. El representante es directo y conciso, ni siquiera hubo necesidad de tomar asiento; extendió la mano con el boceto que le habías dejado para que lo revisara, te lo entregó y se encogió de hombros.
―Lo siento, Sr. Toledo, pero la editorial necesita algo que desde el primer momento invite a la gente a comprar un libro, algo novelesco, más común y fácil de comercializar. Personalmente, considero que sus escritos son para gente anciana o para gente aburrida que odia lo diferente al sistema; su literatura es monótona y opaca.
Das media vuelta sin contestar media palabra, sales a la calle. “¡Monótona y opaca!” Es increíble… “¡monótona y opaca!” ¿Cómo es posible? Si el idiota asomara la cabeza fuera de ese cuadrado se daría cuenta que lo único monótono y opaco es él y su ambiente. ¡Estúpido!.
Camino por una vereda tapizada con hojas pálidas, hileras de árboles perfectamente paralelas se pierden delante de mí, el silencio lo cobija todo, hasta mis pasos que se acompañan sin avanzar más allá de la soledad. Las hojas comienzan a moverse, juguetonas se corretean, un viento tibio las acompaña haciendo remolinos a mi alrededor, escucho un murmullo y algo acaricia mi cara, otra vez un viento tibio, otra vez tú cerca de mí aunque totalmente abstracta. Ahora tengo la seguridad que cada paso en la vereda será más que caminar, será estar contigo, será andar en ti.
Tiempo, hombre, retorno, rotación, incertidumbre, traslación, mutación, evolución, ‘pos evolución’, ‘neo evolución’.
Después de apartarme, de volverme distinto, de cambiar; ¿seré yo el responsable? Soy el centro del Universo sin conocer su inicio y fin; ¿tengo derechos sobre lo que está debajo de mi piel? Único e irrepetible, aunque delante del espejo no lo parezco; intento mirar a través de él y encuentro a alguien más: otro pero el mismo. A fin de cuentas no creo ser el que está delante del espejo, ni en el espejo, ni detrás de él; sino creo ser el reflejo de ellos.
Dobla la esquina y la pared es rasgada por su piel, apenas mantenido en pie repta por la calle, la gente lo mira con desprecio, con lástima y hasta con espanto. La cabeza enmarañada con los cabellos, la barba más vieja que febrero, las ropas y las manos hechas tirones, camina con zapatos de animal y su mirada hiede desgracia.
Durante treinta años no se había dado cuenta que vivía entre piedra y luz, entre carne y palabra, entre ruido y abismo; y entre él y Lázaro. Sin darte cuenta del tiempo que ha transcurrido caminas iluminado ya por luz artificial. Te sientes atrapado en una gran incubadora colectiva, como una larva, como algún cuerpo amorfo o fatalmente como un hombre dentro de un ineludible sistema de producción. Pobre Lázaro. Pero ahora es él. Arrastrando el corazón en el asfixiante aire que respira su pecho, después de haber caminado una vida, llega al 63 de aquella mórbida vecindad.
―Buenas tardes, Lázaro ¿se siente bien?
Un gesto amable como contestación. Sube tiempo a tiempo por la escalera que le grita a cada paso, hurga en los bolsillos interiores del pálido abrigo, penetra la cerradura, con calma, con cuidado, de cualquier forma ya está aquí. Enciende el tambaleante foco para reconocer, reconocerse. Uno, dos, diez, cien y otros cien; cuántas manos los han hecho legibles. Hay que llenar el vaso, de todos modos a estas alturas la moderación vale madres. Se tumba en el sillón y descansa. Descansando en el sillón de descanso, donde realmente nunca se pudo descansar, ahora lo hace.
Solo y sólo con la soledad, me muerdo y ando a ciegas, me hablan los extraños, me habla el mundo, me habla la luz que no veo. Respiro pasado y mis pies descalzos se humedecen en el presente lodoso, sucio, espeso, sin mí. Avanzo en la incertidumbre y con el destino, mi destino. Hoy, mañana, no sé cuándo ni cómo, sé que estaré, solo, también. Al llegar abriré los ojos, limpiaré mi cuerpo, bañaré mi alma, sacudiré mi memoria y los entregaré, junto con la soledad; a quien me ha esperado sin prisa toda mi vida: a mi vida. Regresaré nada, vacío, limpio, nuevo, yo mismo. Yo.
Sobre el escritorio, que tal vez fue el único mueble que en todo el lugar cumplió con su función, se encuentran amontonados los textos inconclusos, los amorosos, los políticos, los épicos y los que, ahora, desea fueran inexistentes.
No apagues la luz, ven aquí Madre, a mi lado, no me dejes solo, acaricia mi cabello y platícame, cariñosamente, de mundos fantásticos y de personajes insólitos. Arrúllame hasta que duerma, ven aquí Madre, a mi lado, platícame. Y por favor no me hables de ángeles, de ellos no, me atormentan. Últimamente me persigue un ángel de gigantescas alas, ojos profundos y como cuerpo tiene pecado. Es hermoso, pero me atormenta, me asfixia y alfilera mi cuerpo con su aliento. Ven aquí, Madre; protégeme, dile que se aleje, dile que cumpliré. Le besaré por última vez, le asesinaré, quemaré su cuerpo y esconderé las cenizas en el lado oscuro de la luna.
El último trago calienta su estómago, y también su corazón. Se ha despojado ya de la estorbosa ropa, el agua caliente hiere, escurre por el amarillento borde de la tina. Desea por lo menos sentir el agua, algo de vida. Vuelto a llenar el vaso, reposa. Ligero, resignado, soñando, extrañando, esperando: Irene. Ahora húmedo también su cuerpo. Rocío de vida, gota de muerte. No acabarás donde te creaste. Escurriendo todo viaja hasta la máquina obsoleta. El abanico de acero se agita entre el papel y Lázaro.
Tantos sueños, tantos deseos y todo es tan lejano que si conocieras la distancia dejarías de volar, es como caminar sobre la arena con la piel empapada de sudor, la garganta seca y la saliva más espesa que un discurso político o religioso, tu única salida es construir espejismos, un oasis, sientes la brisa en tu cara que te refresca hasta la memoria. Aspiras, respiras, te mojas, vives y revives hundiéndote en una realidad inexistente; te desprecias, te lloras y le reprochas al mundo su irónica propuesta de darte la vida para traerte a morir. Si caminas de frente, un muro te impide el paso, cambias de rumbo y te enfrentas al hombre de la lanza que siempre amenaza tu cabeza, al final te das cuenta que el color vale más que tú, que eres instrumento del ambiente y que sólo cuando regresas al pasado entiendes el presente. Por qué la mujer con la que ayer cavaste amor hoy te dice que sólo inhales dulzura, porque tu madre, que ayer besó tu mejilla, hoy te la golpea; porque Dios, si ayer fue Dios, hoy ya no lo es. No intentes responder hoy lo que mañana sabrás como absurdo, que el mundo se dedique a ti y no al revés. Por qué no venerar a la muerte en lugar de la vida, esa muerte a diario, la muerte que viene cada noche en una agonía entre sueños; esa muerte idéntica a la verdadera, con maquillaje. Diario mueres y al despertar otra vez la vida, de nuevo naces, resucitas, reencarnas. Bendita muerte renovadora, bendita noche en que mueres.
NERU EBRAX.
